La Democracia humanitarista española de la década de 1830 [II. Tocqueville y la tradición republicana demoliberal]

Tanto David Held (2001, pp. 75-82) como Salvo Mastellone (1990, pp. 3-18) prestan especial atención, al analizar el pensamiento republicano del siglo XVIII, a Rousseau y a Montesquieu, ya que sus pensamientos darían lugar, en las décadas siguientes, a dos tradiciones republicanas marcadamente diferentes: de Rousseau beberán directamente los jacobinos, enrages, hebertistas… para generar, a través de una sociabilidad peculiar, una cultura republicana popular revolucionaria; mientras que de la lectura que Montesquieu hizo del constitucionalismo inglés bebieron J. Madison y los otros pensadores norteamericanos de The Federalist (Held, 2001, pp. 104-116), auténticos padres fundadores de la Democracia americana que, ya entrado el siglo XIX, Tocqueville estudió, admiró y, lo que es más importante, promocionó ingentemente en la Europa del segundo tercio del siglo.

El propio Fernando Garrido (1973, pp. 270-300), probablemente el productor cultural más importante del socialismo democrático español del siglo XIX, junto a Pi y Margall, sostiene este planteamiento de bifurcación de la tradición republicano-democrática, las cuales identifica con una tradición popular (Rousseau, Mably, Morelly) y otra tradición de clase media o burguesa (Montesquieu, Voltaire).

Desde la segunda mitad del siglo XVIII y hasta mediados del siglo XIX, los pensadores y movimientos sociales y políticos defensores de una democracia participativa y de la igualdad social –que fuese más allá de lo jurídico-político– tendieron a enraizarse explícitamente en Rousseau, mientras que los movimientos y pensadores que defendieron formas políticas de participación mediada y con matices censitarios y que no hacían referencias claras a los problemas sociales solían citar como precedente o como autoridad a Montesquieu. Por ello, desde finales del s. XVIII, existe una tradición rousseauniano-jacobina del republicanismo revolucionario, que tendrá un desarrollo plural durante la primera mitad del siglo XIX, al tiempo que, paralelamente, se forma otra tradición republicana demoliberal, que, por su desarrollo posterior, también podemos denominar tocquevilleana.

Esta tradición discursiva republicana liberal-democrática parte de la interpretación personal que el propio Montesquieu realizó del constitucionalismo inglés, por lo que comparte referente político-conceptual con el resto del constitucionalismo liberal posterior. A pesar de que prefiere una monarquía constitucional, Montesquieu admite el gobierno republicano-democrático como una opción de gobierno estable y capaz de garantizar la libertad individua. Con ello, las connotaciones peyorativas del sistema político que admite la participación del Pueblo se desvanecen merced al arrumbamiento del tradicional esquema aristotélico de análisis de las formas políticas –a partir del número de los que participan en la vida pública– en favor de un análisis centrado en la valoración de los efectos que el funcionamiento de sus entramados institucionales tiene para la libertad de los ciudadanos. De este modo, el criterio clave que permite diferenciar entre formas de gobierno despóticas y formas que garantizan la libertad de los ciudadanos es la separación de funciones o poderes dentro del Estado, de ahí que la República democrática, caracterizada por el sistema representativo y la separación de poderes, sea una buena forma de gobierno.

Por ello, Montesquieu “proporciona al pensamiento europeo un lenguaje constitucional” (Mastellone, 1990, p. 8), a partir del cual se articularán discursos constitucionalistas tanto monárquicos como republicanos democráticos. Al respecto, el liberalismo democrático estrictamente republicano de J. Madison o A. Hamilton supuso la apropiación, en clave demócrata-republicana, de la rearticulación de la tradición liberal que había iniciado Montesquieu (Sánchez-Cuenca y Lledó, 2001). El resultado habría sido la conformación práctica de los Estados Unidos de América, que, a partir de la década de 1820, se convertirá en un modelo perenne de República Democrática Federal para buena parte del republicanismo demoliberal europeo (Mastellone, 1990, pp. 67-72).

Durante todo el siglo XIX, buena parte del republicanismo europeo exaltará el mito de los Estados Unidos, del país en el que la República y la Democracia demostraban en la praxis su eficacia. A la profundización de este mito y, sobre todo, a la difusión en Europa de los planteamientos del republicanismo demoliberal, contribuyó en gran manera, desde la década de 1830, Alexis de Tocqueville, quien tomó a los Estados Unidos de América como un terreno experimental en el que analizar los procesos y cambios de la Revolución democrática, respecto a los cuales creía que, más tarde, habrían de afectar a Europa (Tocqueville, 1985, pp. 17-27).

Alexis de Tocqueville

Entre los temas nuevos que, durante mi estancia en los Estados Unidos, llamaron mi atención, ninguno atrajo más vivamente mis miradas que la igualdad de condiciones (…) Una gran revolución democrática se opera entre nosotros; todos la ven, pero no todos la juzgan de la misma manera. Unos la consideran como una cosa nueva, y, tomándola por un accidente, esperan poder detenerla todavía, mientras que otros la juzgan irresistible, porque les parece el hecho más continuado, más antiguo y más permanente que en la historia se conozca (…) El desarrollo gradual de la igualdad de condiciones es, pues, un hecho providencial, tiene sus principales caracteres: es universal, duradero, escapa siempre al poder humano; todos los acontecimientos, igual que todos los hombres, sirven a su desarrollo (…) Existe un país en el mundo en el que la gran revolución social de que hablo parece haber casi alcanzado sus límites naturales (…) este país contempla los resultados de la revolución democrática que se opera entre nosotros, sin haber tenido la revolución misma (…) Me parece fuera de duda que, tarde o temprano, llegaremos, como los americanos, a la igualdad casi completa de las condiciones”.

En la reflexión de Tocqueville, el esquema de Montesquieu de gobiernos despóticos y gobiernos garantes de la libertad varía en su forma. Ahora la monarquía constitucional deja de ser una forma de gobierno parangonable a la democracia republicana y pasa a ser un mero sistema de transición en el camino desde el Antiguo Régimen hacia la Democracia a través de la Revolución democrática, constituyéndose de esta manera una narración simbólica de enorme fuerza y que será recurrente en el republicanismo demoliberal europeo.

Tengamos en cuenta que La Democracia en América se publica en 1835 y que su difusión es ingente en toda Europa (Giner, 1987, p. 446), por lo que Tocqueville –nada sospechoso de pertenecer a la oposición republicana francesa– profetiza el inevitable devenir de las sociedades cristianas hacia la Democracia (Mastellone y Álvarez de Morales, 1991, pp. 65-68) al mismo tiempo que, como veremos, el movimiento humanitarista europeo señala también a la Democracia como el futuro providencial para la sociedad humana. No obstante, el discurso de Tocqueville tiene connotaciones fuertemente elitistas: la Democracia y su advenimiento a las sociedades europeas debe ser dirigido y controlado por las clases altas. Esto marcará indeleblemente, como veremos, la diferenciación radical entre discursos y culturas políticas republicanas en Europa a partir de 1848 (Tocqueville, 1985, pp. 21-22).

Querer luchar contra la democracia parecería entonces luchar contra Dios mismo, y no les queda a las naciones más remedio que acomodarse al estado social que les impone la providencia. Los pueblos cristianos me parece que ofrecen, en nuestros días, un espantoso espectáculo: el movimiento que los arrastra es ya lo bastante fuerte como para que no se pueda detenerlo, y todavía no es lo bastante rápido como para que se desespere de poder dirigirle: su suerte está entre sus manos, pero pronto se les escapará. Instruir a la democracia, reanimar si es posible sus creencias, purificar sus costumbres, regular sus movimientos, sustituir poco a poco la ciencia de los negocios a su inexperiencia, el conocimiento de sus verdaderos intereses a sus ciegos instintos; adaptar su gobierno a los tiempos y a los lugares; modificarlo según las circunstancias y los hombres: tal es el primer deber impuesto, en nuestros días, a los que dirigen la sociedad (…) Las clases más poderosas, las más inteligentes y las más morales de la nación, no han intentado en absoluto apoderarse de ella [de la democracia] con el fin de dirigirla. La democracia, pues, ha sido abandonada a sus instintos salvajes”.

A partir de estas convicciones, Tocqueville enuncia un plan de acción política prodemocrática dirigido a las clases medias y altas de la sociedad, partiendo de la idea de que la sociedad norteamericana estaba dominada por la pasión por la igualdad o pasión democrática y que ello no iba en detrimento de la libertad sino todo lo contrario, ya que la tendencia social hacia la igualdad convertía a los ciudadanos norteamericanos en más libres que los europeos. Esto, por un lado, le lleva a exaltar los beneficios de la democracia (legitimidad indiscutida, convivencia interclasista pacífica, educación política del pueblo…), pero por otro lado le lleva a reflexionar sobre los efectos de una pasión por la igualdad demasiado radical, como la que, a su modo de ver, se estaba dando en Europa entre muchos de los republicanos de tradición neojacobina.

El “extremo igualitarismo” podría llevar, según Tocqueville, a una “tiranía de los mediocres”, a una especie de despotismo democrático en el que la tendencia hacia la igualdad ya no ofrecería una mayor cota de libertad individual, sino que tendería a cercenarla (Tocqueville, 1985, pp. 38-39). Sin embargo, como la tendencia hacia la igualdad era inevitable y beneficiosa en buena medida, no cabría oponerse a ella, sino que, y aquí entra en juego su plan de acción política para las clases medias y altas, lo inteligente sería que las élites sociales se pusiesen al frente de la tendencia hacia la Democracia aprovechando sus beneficios y evitando sus peligros. El mayor de tales peligros, a juicio de Tocqueville, era el socialismo, al cual concebía como la degeneración extremista de la pasión democrática e igualitaria. Por ello, Tocqueville trata de diferenciar claramente entre Democracia y Socialismo, basando su argumentación en torno al constreñimiento que el segundo operaría sobre el individuo y su libertad. Su discurso, como veremos, determinará notablemente los argumentos que Emilio Castelar, Eugenio García Ruiz y otros demoliberales españoles esgrimirán en su polémica con la Democracia socialista española durante la década de 1860.

Aparte de la culminación del proceso de positivización de la Democracia liberal representativa –iniciado por Montesquieu–, la gran aportación teórica de Tocqueville fue su teoría político-social pluralista. Pensaba que el pluralismo político era necesario para el funcionamiento equilibrado del sistema político debido a que descansaba sobre un pluralismo social y espontáneo, el cual permite, a su modo de ver, evitar tanto las degeneraciones extremistas de las tendencias homogeneizadoras y niveladoras de la pasión por la igualdad, como las posibles intromisiones del poder público en la libertad individual (Giner, 1987, pp. 455-460; Mastellone y Álvarez de Morales, 1991, pp. 68-71). Por ello, el federalismo, la descentralización y la promoción de todo tipo de asociaciones espontáneas –con fines diversos y con plena autonomía respecto a las intromisiones estatales– son los mecanismos maestros, junto a las libertades de reunión, asociación o prensa, para generar una opinión pública y un espacio de vida social que garantizasen la libertad individual, ya que sitúan toda una gama de cuerpos intermedios entre el individuo y el Estado (Tocqueville, 1985, 54-199).

Román Miguel González.

Texto basado en el libro La Pasión Revolucionaria. Culturas políticas republicanas y movilización popular en la España del siglo XIX. Madrid, 2007, pp. 68-102.

Fuentes primarias.

GARRIDO, F. (1973). Historia de las clases trabajadoras, II. El siervo. (1870). Madrid.

TOCQUEVILLE, A. (1975). La Democracia en América. (1835, 1840). Barcelona. Selección, prólogo y notas de J.-P. Mayer.

Fuentes secundarias.

GINER, S. (1987). Historia del pensamiento social. Barcelona.

HELD, D. (2001). Modelos de Democracia. Madrid.

MASTELLONE, S. (1990). Historia de la Democracia en Europa. De Montesquieu a Kelsen. Madrid.

MASTELLONE, S. y ÁLVAREZ DE MORALES, A. (1991). Pensamiento político europeo (1815-1975). Madrid.

SANCHEZ-CUENCA, I. y LLEDÓ, P. (2002). Artículos federalistas y antifederalistas. El debate sobre la Constitución americana. Madrid.

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